martes, 7 de junio de 2011




Éramos de la mismas edad.

Nuestras casas estaban de frente, preferíamos decirnos las cosas de lejos, tratarnos de idiotas y escuchar los pájaros cantar.
Nuestra eterno pulso me llevaba a sacar lo mejor de mí, por ejemplo en las carreras para las que nunca fui buena. En ese entonces yo tenía las piernas flacas, llenas de cicatrices y polvo, pero no era como se veían sino el potencial que él les reconocía: "VIVA POWERPIERNAS!" cada vez que corría más rápido y hacía punto para todos en escondido.

Él era lo que hoy podríamos llamar un bully, no maltrataba por gusto, sino porque "entre malos se entienden". Nos admirábamos secretamente, yo sabía que él envidiaba mis patines y la mamá tan buena que tenía y a mí me gustaban sus bolinchas, su palo de mangos y el poder de amargarnos una tarde cuando no quería salir a jugar.
Nuestra relación era competir por ser el mejor y así lo hicimos hasta el final. Nuestros retos eran absurdos y a veces hasta violentos.

Cuando teníamos 9 años, le robé las tijeras de estilista a mi hermana y nos cortamos el pelo. Yo quedé con una pava y él con unos huecos a los lados, que le harían más fácil el peinado. Cuando nos vimos al espejo saltó el reto:lo ganaba quien aguantaba la paliza materna sin llorar.

Llegamos a su casa, su madre, que era alcóholica, le pegó muy fuerte, mientras corría sólo escuchaba los gritos desde el otro lado, estaba asustada, me sentía horrenda y culpable. A mí no es que me fuera menos mal, mi mamá se enojó y le dijo a mi hermana que me cortara todo el pelo del tamaño de la pava. No me pegaron, pero perdí.

Luego de llorar un poco, por Alex y por mi pelo, y tirar de mala gana todas las colas de colores y prensitas por las celosías del cuarto, me fui al cuarto y frente al espejo me dije: "está bien, ya es hora de dar la cara".

Yo no es que era una guila bonita, tenía la nariz grande, boca pequeña, cejas cortas y unas cuantas pecas regadas. Pero algo sí tenía, y era un abanico de pestañas negras y rizadas que Alex a veces me tocaba con el dedo. Esa era la máxima muestra de cercanía y afecto que yo le permitía. Lo demás eran empujones, golpes y persecuciones que terminaban en el suelo ambos, sostenidos del pelo hasta que alguno dijera "me rindo".

Él y yo éramos una fraternidad. Aún peleados, nos guardábamos una lealtad sospechosa, teníamos muchos secretos que se resumían en sueños de cuando íbamos a ser grandes y planes en común, como comprarnos un parque de diversiones.

Cierta vez se le ocurrió darme un beso en el cachete y lo cerré a patadas hasta tirarlo al piso como una semilla de mandarina. Un día nos creció el arbolito.

Trece años los dos. Alex trabajaba con el verdulero y yo había entrado al colegio. Ya casi no nos veíamos, pero nos escribíamos cartas, con insultos. A Alex le fue saliendo un sonido grave en la garganta y a mí un encanto insospechado cada vez que ese pájaro ronco me decía cosas bonitas. Tampoco eran promesas, sino cosas del orden de él como "Ahí va el baygon para esta cucaracha".

Era jueves y ya no me daban miedo los besos ni asco las lenguas, a Alex y a sus hermanas se los iban a llevar a un albergue porque a la mamá la habían llevado a la cárcel, y no había quien se hiciese cargo de ellos. Esa fue la vez del secreto más grande que guardar.

Tengo muchas imágenes del día que se los llevaron, tristes por demás. El recuerdo de Alex es para mí, la resistencia. La bondad detrás de un chico malo. El entendimiento del mundo cuando se ve colgado de piernas en el pasamanos, el intento por definir qué es la vida para nosotros, a esa edad donde el sufrimiento es apenas lo que uno recibe vicariamente por parte de los adultos.

Era 7 de junio el día que los pájaros dejaron de cantar.

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